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lunes, 22 de septiembre de 2014

Encadenando nubes

Eduardo Beltrán y García de Leániz / Madrid


Los cielos son una de las señas de identidad de mi pintura, y como no, las nubes que los recorren se han convertido en una manera personalísima de imprimirle carácter, convirtiendo el cerúleo firmamento en un ir y venir de formas caprichosas que inundan mis cuadros.

No puedo concebir un cielo sin nubes. Nunca me canso de mirar hacia arriba y contemplar esos cielos maravillosos cuajados de infinidad de formas algodonosas en continuo movimiento. Cirros, estratos, nímbos, cúmulos,... cualquier clase de nube me fascina. Me encanta su presencia.

Soy un pintor paisajista principalmente, y en mis obras acostumbro a delimitar con energía la linea del horizonte, dejando bien patente el cambio brusco entre la tierra y el cielo. Suelo realizar horizontes más bien altos, para realzar el primer plano pictórico, ocupado sobre todo por extensos campos, árboles, edificaciones o montañas, intentando llamar más la atención sobre estos elementos más "terrenales".

A pesar de ello, los cielos que pinto, por muy alto que esté el horizonte, siempre consiguen destacan por sí solos, por muy humilde que sea el espacio que les dedico. Son esos cielos de Castilla, atravesados siempre por nubes en constante cambio, a las que trato de encadenar en espirales y en sucesión, como suele hacer el viento al empujarlas, y sobre todo pintarlas blancas, muy blancas, en contraste con el fondo celeste.

Son cielos nubosos, a veces turbulentos, pero casi siempre pacíficos y amortiguadores de emociones, indicadores fieles del cambio constante. Si no cambiamos nada, nada cambia. Son un buen ejemplo para el optimismo y la esperanza. 

Levantar la mirada durante unos instantes y perderse entre esos contornos blanqui-celestes, es una buena terapia para "no estar en las nubes".













Detalles de alguno de mis cielos

domingo, 7 de septiembre de 2014

Las tres encinas

Eduardo Beltrán y García de Leániz / Madrid


Dando las últimas pinceladas a este cuadro, que ya tenía empezado hace un tiempo, he conseguido recuperar el ánimo tan decaído últimamente por los avatares de la vida. Volver a retomar mis pinceles y colorear este campo de flores en plena ebullición primaveral ha sido un auténtico placer, aunque la melancolía sigue evidenciándose en esta pintura.

El título, como bien se puede apreciar, hace referencia a esas tres encinas que rompen la monotonía y el sosiego del paisaje. La encina, un árbol sagrado para las culturas mediterráneas, es un árbol sencillo y fuerte que puede alcanzar formas muy peculiares y características, proporcionando alimento y cobijo a la vida natural. El propio Zeus, dios de dioses, meditaba debajo de una encina.

Si en un principio tenía pensado un campo exclusivamente de amapolas, con el tiempo lo he ido transformando en un abigarrada mezcla de flores propias de los campos castellanos. Como casi todas mis pinturas de paisajes, me gusta reflejar la luz propia del final de la tarde, cuando todavía  no existen fuertes contrastes de luces y sombras, creando una atmósfera equilibrada.

Aunque no parezca deducirse por su aparente simplicidad, cierto simbolismo queda reflejado en su composición.  Lleva momentos impresos,  instantes fugaces perdidos en el tiempo, que guardan mucha relación con vivencias difíciles saturadas de emociones. A veces pienso que apenas tengo tiempo.

Los contrastes de rojos y amarillos, junto a los azules, malvas y blancos de las flores silvestres consiguen crear un cierto ambiente de calma y quietud, como si el tiempo se detuviese un momento y así poder disfrutar de este pequeño remanso de paz perdido en cualquier parte.

En fin, es mi última pintura, que además me ha permitido enlazar con una nueva, en la que los girasoles inundan todo el espacio pintado, siempre bajo el cielo protector de Castilla.



Las tres encinas
Óleo sobre lienzo
2014


Detalle